El castillo se antojaba
sombrío, pero su interior, al calor de la bostezante boca de la chimenea,
regalaba un ambiente de confort y seguridad, ajeno a los inquietantes ultrasonidos que rebotaban en las paredes como minúsculas bolas de billar.
El fantasma llevaba poco tiempo viviendo entre esos muros
esponjados de humedad. Apenas un par de siglos. Los demás espectros lo
consideraban un joven sin experiencia y vagabundeaba por los pasillos buscando
rostros que se desencajaran ante su presencia. Hizo caso omiso de las
recomendaciones de sus mayores, esos fantasmas de aspecto medieval que
encontraron en el castillo un oasis de terror, y se expuso a las infecciosas
palabras insolidarias que los humanos habitantes del castillo, generalmente
turistas o viajeros ocasionales, lanzaban al vacío.
Como era de esperar, sufrió el contagio del llamado “mal
de los fantasmas”, descrito hacía siglos por el alma del desgraciado Dr.
Hadgson y cuya responsabilidad atribuía a un germen inmune a los seres humanos pero
fatalmente vivificador para los fantasmas que no estuviesen vacunados. Y él no
lo estaba.
Pasaba las mañanas sin poder pegar sábana, dando vueltas y más vueltas a una columna,
terminando agotado hasta el punto de necesitar la noche para descansar. El mal
carecía de tratamiento y por tanto, se consideraba incurable.
Fue perdiendo, poco a poco, su etérea identidad, hasta que una fría mañana de enero, el joven fantasma
amaneció vivo en una de las camas con dosel del castillo. Un vigilante lo
descubrió envuelto en su propia sábana, aún no demasiado deteriorada por el
tiempo y confundiéndole con un
vagabundo, lo expulsó con malos modos, perdiéndose, dando traspiés, entre el
frondoso bosque que maquillaba el paisaje.
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