Relatos y cuentos

UN SALTO PARA LA HUMANIDAD


Los científicos de la NASA estaban seguros de que el esfuerzo económico valdría la pena. Ese pequeño objeto que brillaba en la superficie lunar, y detectado por los telescopios de última generación, llamaba poderosamente la atención por su aspecto y consistencia, lejos de los elementos estructurales que componían nuestro satélite. El Congreso americano dio vía libre al proyecto. 

El robot, dirigido vía satélite se desplazó lentamente y englobó al objeto con su tenaza hasta ponerlo a disposición de los ultrasensores que se encargarían de determinar, a través de un potente programa informático, sus características. 

Neil Armstrong, primer hombre que pisó la Luna, veía con cara de satisfacción la operación en la televisión, en su tranquila granja en Ohio, mientras devoraba una hamburguesa que a duras penas podía ya masticar. Mucho antes que los ultrasensores emitieran un diagnóstico, Armstrong, al ver el objeto con más detalles, exclamó:

¡Coño, mi mechero! ¡Anda que no lo he buscado yo por todas partes! Fue un regalo de mi padre y quiso que lo llevara yo en mi aventura lunar. ¡Se me debió caer cuando di uno de aquellos ridículos saltos!



TRABAJO DE CAMPO

Apoyado en la barra del pub, el hombre miraba fijamente a una joven de pelo azabache recogido que jugueteaba con el vaso largo de algún combinado. Ella le devolvía la mirada a tragos y con un gracioso movimiento desabotonó la parte superior de su camisa negra de encajes, dejando al pairo el prometedor inicio de un busto generoso. Dio libertad a su cabello hasta los hombros y posó con intención sus labios en el borde del vaso. Mientras él mantenía la mirada, imantado, en la sensual silueta de la joven, rozándose el labio inferior con el pulgar, el camarero le cambió, sin que él lo viera, el whisky por un té con leche.

Después de un largo intercambio de ojos, él, con su mano izquierda tomó el asa de la taza de té y bebió un sorbo tras el cual gritó, ¡CAMARERO! ¡Añade un poco de leche fría que esto está que arde!

Ella se recompuso, dio las gracias al camarero y se dirigió hacia la salida sin mirar al hombre, que le devoraba los pasos con el té en la mano. Una vez en la calle, la joven anotó en su cuadernillo de trabajo estadístico, los resultados de otro caso más de la estupidez de los varones.

….Y es que los hombres somos así.


EL  RETO


Decidió retar al destino. Fijó al azar la ciudad, el día, la hora, el tren e incluso el vagón del que ELLA descendería. En una oscura estación de provincias esperó ese día a que el convoy se detuviera sobre la hora prevista. Del tercer vagón, una mujer , dando un gracioso brinco, saltó al andén con un maletín de mano. La abordó y siguiendo un largo y trabajado guión, provocó una conversación que se alargó en el tiempo y en el espacio hasta que el incipiente idilio sufrió la maravillosa metamorfosis del amor dando lugar a una prolongada y feliz convivencia. Ella, años más tarde, le confesaría que sin ninguna razón explicable, escogió ese tren, bajándose ese día a esa hora en una estación de una ciudad que le era desconocida.


LA  NORIA


Acababa de estrenar la adolescencia retirando la pelusa que afeaba mi labio superior. Aún me atraían como un niño las atracciones de feria. La noria detuvo su giro y subí al cangilón junto a tres muchachas de mi edad, a las que no conocía y que aguardaban, como yo, su turno. La distribución de los asientos, de dos en dos, obligó a una de las chicas a compartir espacio conmigo. 


Cuando la noria comenzó a dar vueltas, cada vez a mayor velocidad y con vaivenes que desplazaban las cabinas como un péndulo, la joven se apretó contra mi pecho rodeándome el torso con su brazo. Su pelo cosquilleaba mi nariz y el olor que desprendía su cabello a limón fresco impregnó todo mi árbol respiratorio esforzándome en mantener mis fosas nasales abiertas de par en par para no perderme ni una de las molécula desprendidas. Tímidamente, traspasé la barrera y la abarqué con mi brazo derecho apoyando mi mano en su frágil hombro. A medida que la noria enloquecía, más se acurrucaba ella entre mis clavículas. Una mezcla de llantina nerviosa y sudor empapó mi camisa pero hasta en sus secreciones se percibía un olor a limonada. Podía contar sus latidos fundiéndose con los míos, ambos acelerados por distintos motivos. Sus amigas, desde el asiento de enfrente, gritaban y se reían cubriéndose la cara y de vez en cuando contemplaban con curiosidad el espectáculo que ofrecía su compañera de viaje, aferrada como un koala a mi cuerpo.

Bajamos de la noria y las risas trabucaban las palabras, oyéndose frases cortas, inconexas, propias de una juventud que resbalaba desde la infancia hacia la pubertad a la velocidad de un bólido de carreras. Ella, turbada y confundida, dando algún que otro traspiés, se enganchó del brazo de sus amigas y las tres adolescentes se fueron alejando, perdiéndose entre las atracciones contiguas. 

Yo me quedé unos minutos al pie de la noria, palpándome el pecho aún confortablemente dolorido, intentando seguir con mi nariz el rastro a limón y venciendo a duras penas el estremecimiento que me recorría de pies a cabeza. La escandalosa sirena a través de la megafonía me devolvió al sucio mundo del albero que tapizaba el terreno y dirigí mis pasos hacia mi casa mientras me acariciaba el labio superior, huérfano de una pelusa ya desaparecida y que esperaba con ansias un bigote de hombre.



MÁS  ALLÁ


Como cada tarde, se sentaba en el gastado poyete de piedra bajo el alféizar de esa impersonal ventana que vestía color almendra. Extrajo un cigarrillo del arrugado paquete al que daba coba como el niño que lame sin herir su helado de chocolate. No debería fumar pero después de tantos años conviviendo con volutas de humo, le hacía sospechar que cualquier otra enfermedad se adelantaría al tabaco en la carrera hacia el más allá. Una constelación de generaciones desconocidas pululaban a su alrededor. El barrio, su barrio, dejó escapar a todos sus amigos y conocidos. Sólo hablaba consigo mismo del pasado, obviando el presente y el futuro. 

De pronto, le poseyó un vértigo que asimiló con la muerte pero que rápidamente enlazó con una vivificante sensación de iniciar un nuevo cosmos. Cuando se dio cuenta, se encontraba a cuatro patas encima del banco. Nunca creyó en nada trascendente, pero ahora, al intentar hablar y emitir un tenue maullido, no descartaba la reencarnación.







El parque, el banco y otras cosas

Este relato corto lo he sometido a la "trituradora" del tiempo, respetando el espacio. Puede considerarse un ejercicio de prácticas que pretende retorcer una idea a la que al autor le da vueltas pero sin decidirse a plasmarla en un orden concreto.

El espacio es un parque y dentro del parque, un banco y un ambiente de risas infantiles. El personaje principal se desvela de manera más clara en la última versión. Juan, el jardinero, es un personaje secundario pero fundamental en el relato. El autor, en primera persona, no es más que un artista invitado que sirve de correa de transmisión del texto.



Versión 1 (presente)


Me siento todas las mañanas en ese banco. Se encuentra perfectamente orientado. Si está ocupado, espero con paciencia de pie, alejado unos metros. Leo la prensa, veo a los niños jugar alrededor de la fuente y a sus madres preparando con amor unos bocadillos que compartirán con las palomas. El guarda del parque suele echar algunas parrafadas conmigo e intuyendo una amistad, ya consolidada por el tiempo, hoy se sinceró contándome lo siguiente:

-"Debajo de este banco está enterrado mi padre"




No me lo creí, pero desde entonces me siento en el banco de enfrente.


Versión 2 (a saltos)


La primera vez que visité este parque me resultó tan entrañable que lo consideré como una prolongación de mi casa. Aún era demasiado joven para pensar en el futuro pero mis ojos se adelantaron y ya entonces me veía, como hoy, sentado en este banco ojeando la prensa y disfrutando de un impagable coro de risas infantiles. Durante años, Juan, el guarda del parque, me hablaba de su padre con un cóctel de nostalgia y rabia. Y mientras sus labios dejaban escapar gotas de dolor, su mirada parecía perderse bajo el banco que yo, tiempo después, abandonaría por otro, respetando su recuerdo.


Versión 3 (Versión inversa)


Con una mezcla de incredulidad e inquietud, decidí cambiar de lugar cuando Juan, el guarda del parque, al que me unía una amistad cincelada por el tiempo, señaló con un dedo el banco del parque donde yo me sentaba todas las mañanas, afirmando:


-"Ahí debajo yace mi padre" Y se restregó los ojos con los dedos índice y pulgar de su mano derecha..


Los niños, en competencia con las palomas, devoraban los bocadillos preparados con el cariño que sólo puede engendrar una madre. Sus manitas chapoteaban de vez en cuando en la fuente salpicándose agua unos a otros.


Versión 4 (flash back)


El soldado apunta con su fusil y dispara a la cabeza del hombre cuya gorra ensangrentada salta por los aires. Varios niños, ajenos al drama, arrastran juguetes de lata y sus alegres gritos se confunden con la estampida del disparo.


¿Son los mismos niños que oigo ahora cantar alrededor de la fuente?


Todo el pueblo conocía que este bucólico parque se construyó en la explanada llamada "de los muertos" concluida nuestra guerra civil. Cuando por boca de su hijo Juan, el guarda del parque, supe que aquel fusilado yacía bajo mi banco, nunca más me atreví a profanarlo.



EL AVENTURERO

Se arrastraba por el barro esperando que alguna cámara grabara su intrépida hazaña. Después de más de una hora, cuando el vientre ya no le respondía, se levantó y de un salto se encaramó en la rama más baja de un árbol cercano. Aguardó, como un orangután, más de tres horas en cuclillas, aterido de frío, siempre oteando el horizonte.


Nadie advirtió su enorme vocación de intérprete de películas de aventuras. Bajó del árbol y cabizbajo regresó a su cabaña, prefabricada y adquirida en unos grandes almacenes a precio de saldo por defectos de fábrica y allí pellizcó un mendrugo de pan sobre el que acomodó un buen trozo de chorizo...


Después, se dejó caer en un jergón donde prepararía la aventura del día siguiente.


EL SALTO

El salto tenía todas las trazas de ser mortal de necesidad. El desnivel de más de cuarenta metros no dejaba lugar a dudas y en caso de no eludir el obstáculo, mi cuerpo se despeñaría como un saco de plomo en caída libre hasta que en el pedregal de la ribera se confundieran carne, piel y huesos.

Pero yo tenía fé en ÉL y en el último suspiro estaba seguro que haría lo que estuviera de su mano para que no ocurriera un fatal desenlace.

La podrida pasarela de madera se partió en dos y yo necesariamente tenía que pasar al otro lado de la hondonada. Tomé impulso y salté intentando salvar la distancia que separaba los bordes. Mi pierna derecha quería crecer en el aire y la izquierda, al rebufo, esperaba su oportunidad de unirse en pareja con su compañera. No lo conseguí. Ambas quedaron suspendidas en el aire a escasos centímetros de tierra firme y la fuerza de la gravedad hizo el resto.

Pero yo tenía fé en Él.

En el último suspiro, con un golpe seco, Él, el autor de este relato, me ha devuelto a la vida golpeando la tecla de punto final.


INSPIRACIÓN DEPORTIVA


El poeta contemplaba el mar y el atardecer sentado a horcajadas sobre una ridícula silla plegable que huía de su inestable equilibrio trabándose en la arena. Quería describir la escena soslayando el uso retórico de ese arsenal de tópicos tan presente en la poesía y para ello, garabateaba frases y más frases en un minúsculo bloc a cuadros, la mayoría de ellas ilegibles bajo un alud de tachones.

Su mirada se detuvo en una mollera peluda que, como una boya errante, undulaba con pereza en el agua y que se aproximaba a ritmo de acordeón hacia la costa, subiendo y bajando en cada embate de las olas. Una de ellas escupió en la playa el cuerpo inerte del ahogado, cuyas cuencas rellenas de caracolas denunciaban que prestó sus ojos al mar sin intereses.

El poeta, con el cadáver a un palmo, escribió:

"Y entonces, el océano, ese árbitro inflexible, detuvo el juego y expulsó al náufrago por infringir el reglamento"



EL CARTERO SÓLO LLAMÓ UNA VEZ




Ya no llegaban cartas a Villanando. El cartero, un hombre curtido a fuerzas de caminatas,  había trasportado durante años su saca repleta de misivas por los distintos caseríos de la Villa.  Pero eso ya pasó a la historia. 

Todos los días pasaba por la vieja oficina de correos y se iba con las manos vacías. Pero un lunes de otoño, apareció un sobre con un remite extraño dirigido a una aldeana, cuyo nombre le era vagamente conocido.  Con una alegría desbordada, portó la carta hasta la dirección indicada, entregándola a una mujer de nacientes canas, que no se sorprendió al recibirla en sus manos. 

El cartero, descendiendo por el corto sendero de vuelta, se fue alejando despacio de la casa. Como un latigazo, tuvo un presentimiento y giró la cabeza echando la vista atrás . Desde la ventana, entre dos pequeñas macetas de flores azules, la mujer le observaba con su barbilla apoyada en sus nudillos. Cuando sus ojos se cruzaron, ella, dibujando un guiño coqueto, le sopló un beso con la mano.


RECONOCIMIENTO


     Recorrió su interior en un desconocido y fantasmal vehículo que partió desde su cerebro y fue descendiendo vertiginosamente hacia un organismo que él creía vivo pero que flotaba en el aire como una hoja seca. No reconoció su sangre ni la sístole de un corazón empedrado a golpes de desengaños. Fue restañando las heridas hasta creer que podía seguir eludiendo los mandobles que la espada del tiempo trazaba ante sus ojos. En un descuido, en uno de esos breves e infrecuentes instantes en los que Cronos baja la guardia, escapó de sí mismo a través de un paroxismo respiratorio, casi un disparo de sus pulmones, hasta perderse en otra dimensión.






                                        Imagen copiada de mythologia.bravepages.com



EL JOVEN FANTASMA

            El castillo se antojaba sombrío, pero su interior, al calor de la bostezante boca de la chimenea, regalaba un ambiente de confort y seguridad, ajeno a los inquietantes ultrasonidos que rebotaban en las paredes como minúsculas bolas de billar.

           El fantasma llevaba poco tiempo viviendo entre esos muros esponjados de humedad. Apenas un par de siglos. Los demás espectros lo consideraban un joven sin experiencia y vagabundeaba por los pasillos buscando rostros que se desencajaran ante su presencia. Hizo caso omiso de las recomendaciones de sus mayores, esos fantasmas de aspecto medieval que encontraron en el castillo un oasis de terror, y se expuso a las infecciosas palabras insolidarias que los humanos habitantes del castillo, generalmente turistas o viajeros ocasionales, lanzaban al vacío.

            Como era de esperar, sufrió el contagio del llamado “mal de los fantasmas”, descrito hacía siglos por el alma del desgraciado Dr. Hadgson y cuya responsabilidad atribuía a un germen inmune a los seres humanos pero fatalmente vivificador para los fantasmas que no estuviesen vacunados. Y él no lo estaba.

           Pasaba las mañanas sin poder pegar sábana,  dando vueltas y más vueltas a una columna, terminando agotado hasta el punto de necesitar la noche para descansar. El mal carecía de tratamiento y  por tanto, se consideraba incurable.

            Fue perdiendo, poco a poco, su etérea identidad, hasta que una fría mañana de enero, el joven fantasma amaneció vivo en una de las camas con dosel del castillo. Un vigilante lo descubrió envuelto en su propia sábana, aún no demasiado deteriorada por el tiempo y  confundiéndole con un vagabundo, lo expulsó con malos modos, perdiéndose, dando traspiés, entre el frondoso bosque que maquillaba el paisaje.


            Como era de esperar, sufrió el contagio del llamado “mal de los fantasmas”, descrito hacía siglos por el alma del desgraciado Dr. Hadgson y cuya responsabilidad atribuía a un germen inmune a los seres humanos pero fatalmente vivificador para los fantasmas que no estuviesen vacunados. Y él no lo estaba.

            Pasaba las mañanas sin poder pegar sábana,  dando vueltas y más vueltas a una columna, terminando agotado hasta el punto de necesitar la noche para descansar. El mal carecía de tratamiento y  por tanto, se consideraba incurable.

            Fue perdiendo, poco a poco, su etérea identidad, hasta que una fría mañana de enero, el joven fantasma amaneció vivo en una de las camas con dosel del castillo. Un vigilante lo descubrió envuelto en su propia sábana, aún no demasiado deteriorada por el tiempo y  confundiéndole con un vagabundo, lo expulsó con malos modos, perdiéndose, dando traspiés, entre el frondoso bosque que maquillaba el paisaje.



VÍA MUERTA


     Regresó al espacio del ayer. Regresó y volvió a leer algunas de las primeras páginas de su vida, siguiendo el humo que sólo la lejanía en el tiempo desprende. ¡Qué curioso! ¡Sólo una letra separa la vía de la vida!


     La vía se perdía entre la hierba que asfixiaba poco a poco los raíles. Hacía muchos años que el tren dejó de pasar por su pueblo, si es que alguna vez lo hizo. Bajó la mirada hasta arrastrarla por el suelo. De las traviesas, sólo se conservaban astillas de madera negruzca y apenas quedaban ya piedras entre ellas, utilizadas como proyectiles en aquellas infantiles batallas. ¡Cómo sangraba la cabeza de Mario! La escena saltó como un flash back de película. Una pedrada dejó tumbado a su amigo sobre aquella esparraguera donde los niños solían competir en distancia con imposibles arcos de orina. Raquel le consoló acurrucando la sangrante cabellera sobre su pecho y las florecitas amarillas de su vestido, fueron enrojeciendo hasta parecer amapolas enanas. Desde ese momento comenzó a odiar a Mario, sin saber muy bien por qué.

     Y sobre la vía le vino, como un soplo huracanado, el recuerdo de aquellos años fetiches en los que  la pandilla jugaba a los trenes y él, con sus manos, buscaba la cintura de Raquel para formar parte del convoy. Hasta bastante tiempo después no entendió que fue su primer amor. 

     Le pareció oír el silbido de una locomotora y se apartó bruscamente. Pero no pasó ningún tren.