Acababa de estrenar la adolescencia retirando la pelusa que afeaba mi labio superior. Aún me atraían como un niño las atracciones de feria. La noria detuvo su giro y subí al cangilón junto a tres muchachas de mi edad, a las que no conocía y que aguardaban, como yo, su turno. La distribución de los asientos, de dos en dos, obligó a una de las chicas a compartir espacio conmigo.
Cuando la noria comenzó a dar vueltas, cada vez a mayor velocidad y con vaivenes que desplazaban las cabinas como un péndulo, la joven se apretó contra mi pecho rodeándome el torso con su brazo. Su pelo cosquilleaba mi nariz y el olor que desprendía su cabello a limón fresco impregnó todo mi árbol respiratorio esforzándome en mantener mis fosas nasales abiertas de par en par para no perderme ni una de las molécula desprendidas. Tímidamente, traspasé la barrera y la abarqué con mi brazo derecho apoyando mi mano en su frágil hombro. A medida que la noria enloquecía, más se acurrucaba ella entre mis clavículas. Una mezcla de llantina nerviosa y sudor empapó mi camisa pero hasta en sus secreciones se percibía un olor a limonada. Podía contar sus latidos fundiéndose con los míos, ambos acelerados por distintos motivos. Sus amigas, desde el asiento de enfrente, gritaban y se reían cubriéndose la cara y de vez en cuando contemplaban con curiosidad el espectáculo que ofrecía su compañera de viaje, aferrada como un koala a mi cuerpo.
Cuando la noria comenzó a dar vueltas, cada vez a mayor velocidad y con vaivenes que desplazaban las cabinas como un péndulo, la joven se apretó contra mi pecho rodeándome el torso con su brazo. Su pelo cosquilleaba mi nariz y el olor que desprendía su cabello a limón fresco impregnó todo mi árbol respiratorio esforzándome en mantener mis fosas nasales abiertas de par en par para no perderme ni una de las molécula desprendidas. Tímidamente, traspasé la barrera y la abarqué con mi brazo derecho apoyando mi mano en su frágil hombro. A medida que la noria enloquecía, más se acurrucaba ella entre mis clavículas. Una mezcla de llantina nerviosa y sudor empapó mi camisa pero hasta en sus secreciones se percibía un olor a limonada. Podía contar sus latidos fundiéndose con los míos, ambos acelerados por distintos motivos. Sus amigas, desde el asiento de enfrente, gritaban y se reían cubriéndose la cara y de vez en cuando contemplaban con curiosidad el espectáculo que ofrecía su compañera de viaje, aferrada como un koala a mi cuerpo.
Bajamos de la noria y las risas trabucaban las palabras, oyéndose frases cortas, inconexas, propias de una juventud que resbalaba desde la infancia hacia la pubertad a la velocidad de un bólido de carreras. Ella, turbada y confundida, dando algún que otro traspiés, se enganchó del brazo de sus amigas y las tres adolescentes se fueron alejando, perdiéndose entre las atracciones contiguas.
Yo me quedé unos minutos al pie de la noria, palpándome el pecho aún confortablemente dolorido, intentando seguir con mi nariz el rastro a limón y venciendo a duras penas el estremecimiento que me recorría de pies a cabeza. La escandalosa sirena a través de la megafonía me devolvió al sucio mundo del albero que tapizaba el terreno y dirigí mis pasos hacia mi casa mientras me acariciaba el labio superior, huérfano de una pelusa ya desaparecida y que esperaba con ansias un bigote de hombre.
Soy operario de una noria desde los 14. Me fijé en un par de pipiolos, él con restos de un afeitado sobre un labio infantil y ella con un escote recién estrenado.
ResponderEliminarMe dio por aumentar la velocidad sólo un poco y no perdí un segundo de la reacción de ese despertar la vida de adulto sin carnet que me brindaron sin saberlo.
Confieso, no obstante, que hice sonar la sirena 5 segundos más de lo estipulado.
Para despertar con ellos.
Si me lo permites.
Un abrazo.
Sólo faltó que detuvieras la cabina en la cúspide de la noria, simulando una inoportuna (y al mismo tiempo oportuna) avería. De ese modo, esa chica tendría ahora un nombre con el que recordarla.
EliminarUn abrazo