Este relato forma parte de otra de las tareas que nuestra "profe" del taller literario nos encargó hace poco. En este caso se trataba de escribir un cuento siguiendo los esquemas clásicos y que , a ser posible, fuera fácil su transmisión oral. Me ha salido este cuento "gótico". Voilà.
Nadie
recordaba un invierno con tanta nieve en Nevsky. El pueblo,
incrustado entre roquedales, desnudó el luto de sus tejados y vistió
de blanco durante varias semanas. El castillo, empeñado en perdurar,
se desmoronaba poco a poco, habitado sólo por murciélagos, ratas y
topos.
En
una humilde pero confortable vivienda, el anciano, rayando la
centena, se cubría el cuerpo con el calor de las llamas de la
lumbre, mientras que los tres jóvenes, su nieto y dos amigos,
permanecían sentados en el suelo, junto a él, observando cómo el
humo huía por la chimenea en busca del aire frío del exterior.
-¡Abuelo!
¡Cuéntenos la historia del castillo! Dijo Mihai, el nieto,
mientras guiñaba con complicidad a sus amigos.
El
abuelo se frotó la nariz con los nudillos, limpiando las gotitas de
un incipiente catarro y con voz trémula pero segura, comenzó su
relato:
“Este
castillo, mis queridos imberbes, del que ahora sólo quedan sus
ruinas, fue construido por el conde Vladimir I después de conquistar
este territorio hace más de doscientos años, tras pasar a cuchillo
a casi toda la población. Su esposa, una condesa valaca muy guapa,
murió entre sus muros durante el parto de su primera y única hija.
Cuando enviudó, Vladimir se encerró en la fortaleza y muy rara vez
se le pudo ver en persona. De la misma manera, su hija, la condesita
Meulina, que al parecer superaba en belleza a su madre, apenas se
dejó contemplar fuera del fortín.
Dos
veces al año, cabalgando sobre sobrios corceles, salían del
castillo los esbirros del conde y recaudaban los tributos, bien en
monedas de plata bien en objetos de valor, si no se disponía de
dinero. Además, los campesinos eran obligados a transportar
alimentos y parte del fruto de sus cosechas hasta el límite mismo de
la enorme puerta levadiza, donde la servidumbre terminaba por
acarrear todo hacia el interior.
Cuando
Meulina cumplió 16 años, su padre organizó una fastuosa fiesta en
su honor. Hizo engalanar los torreones con gallardetes y banderolas;
las risas y la música rebosaban por los muros llenando el aire,
leguas a la redonda. Entonces, Vladimir ordenó repartir entre sus
súbditos unos exquisitos dulces desconocidos por los lugareños.
Del
pequeño destacamento que distribuía las golosinas, se adelantó un
hombre a caballo, con mostacho y largas manos, llamado Mircea,
convocando por la fuerza de su espada a todos los ciudadanos.
Desenrolló un pergamino y con voz potente inició su lectura:
-¡Vecinos
de Nevsky! ¡Prestad atención si no queréis acabar vuestros días
como carroñas para las alimañas! ¡En nombre del conde Vladimir I
el Victorioso, nuestro señor, Dios le proteja, dueño y valedor de
todas estas tierras, hago saber que es su deseo invitar a los actos
de celebración del aniversario de su hija Meulina, Dios le otorgue
larga vida, a un joven de su edad con la condición de que no haya
tenido aún contacto carnal con mujer alguna!
Varios
muchachos se adelantaron ofreciéndose como voluntarios, pero el
hombre del mostacho señaló con el dedo a uno de ellos, llamado
Matei y lo hizo subir a la grupa de su caballo.
De
Matei nunca más se tuvo noticia alguna. Se cuenta que, algún tiempo
después, alguien vio, en otro pueblo, a un ciego que se le parecía.
Al
año siguiente, el día del cumpleaños de la condesa, acaeció lo
mismo. En esta ocasión, el miedo hizo que los jóvenes del pueblo se
escondieran, pero el hombre del mostacho y sus huestes fueron casa
por casa hasta que dieron con Dimitri, quien apenas estrenaba la
pelusa de sus labios y al que sacaron a empellones. Dimitri fue
alejándose a la grupa del caballo de Mircea, camino del castillo, no
retornando jamás al pueblo.
Cuando
Meulina cumplió 18 años, llegó el turno a otro adolescente que
tras ser arrancado de su familia, amaneció muerto en el río, sin
sus ojos. Año tras año se repetía esta secuencia de
acontecimientos: Los jóvenes o bien desaparecían sin dejar rastro o
aparecían, cegados, en los lugares más insospechados.
Pasaron
más de ochenta años y nadie se atrevía a preguntar si el conde aún
vivía, a pesar de que, de ser así, su edad debería aproximarse a
los 130 años; pero sus órdenes aún se transmitían y sus secuaces
seguían saliendo puntualmente del castillo para cobrar los tributos normales y
el tributo especial del joven virgen para la condesita, la cual, si
el tiempo pasa para todos por igual, rozaría ya el siglo”
-Pero,
queridos mozalbetes, dijo el abuelo cambiando el ritmo y tono de voz.
Sucedió lo que os voy a contar. Pero antes, os advierto que no es nada agradable
y si vuestros corazones no están preparados mejor será dejar el
relato en este momento, esperar a que la noche transcurra y
concluirlo a la luz del día.
-¡No,
no, abuelo! ¡Siga, siga! Gritaron a coro los tres muchachos.
“Uno
de esos años, una madre, temiendo que vinieran a por su hijo
adolescente, simuló que el chico había quedado ciego a causa de una
enfermedad. Aún así, el hombre del mostacho, por el que no parecía
tampoco pasar el tiempo, lo escogió y aupándolo a la grupa del
caballo lo transportó galopando hasta el castillo.
En
un amplio aposento, el joven, aunque atemorizado, seguía fingiendo ser
ciego. Un esbirro, no estando seguro de su ceguera, le quiso probar
acercándole unas tenazas incandescentes hacia los ojos pero el falso
ciego aguantó sin parpadear tras lo cual le creyeron. A
continuación, dos doncellas lo introdujeron desnudo en una tina con
agua calentada al fuego y lo embadurnaron con perfumes y bálsamos.
Una vez seco y vestido con una especie de batín de seda roja, le
acompañaron hasta el dormitorio de la condesa Meulina. El joven, con
el miedo escarbando su cuerpo, sin atreverse a entreabrir los ojos
para ver la escena, notó como las doncellas le despojaban del batín.
Entonces, osó mirar por una estrecha rendija abierta entre sus
párpados y divisó en el lecho a la mujer más hermosa jamás vista.
Su cabello era dorado como la corona de un rey; su tez blanca, de una
palidez que invitaba a sonrojarla con caricias y tenía unos labios ansiosos
y unos ojos brillantes como estrellas fugaces que se clavaron con
apetito en el cuerpo del joven.
Las
dos doncellas procedieron a retirar las sábanas de paño fino con
embozo bordado de flores turquesas y en ese momento, cuando debía
aparecer el cuerpo de la condesita, un amasijo de carne putrefacta
trufada de ojos humanos, ocupaba su lugar. El joven vomitó y antes
de que las doncellas dieran la voz de alarma al advertir que mentía
acerca de su ceguera, saltó a través del ventanal cayendo entre los
arbustos del jardín. Corriendo como un poseso hacia el pueblo, pudo escapar a los embates de la guardia del conde.Cuando se encontraba
a una distancia prudencial, volvió la cabeza hacia el castillo
percatándose de que había quedado ciego de verdad"
-Ese
día, en Nevsky, cualquiera pudo ver e incluso oler, la espesa
humareda verdosa que se desprendía del castillo, el cual, desde
entonces, como podéis comprobar, se encuentra abandonado y yo diría,
maldito.
-¡Abuelo!
Y… ¡cómo se llamaba aquel joven!
-Husarsky
-¡Qué
casualidad, abuelo, como usted!
El
abuelo, a tientas, agarró el jarro de lata y bebió un sorbo de vino
rojo y ácido, chasqueando la lengua.
-Sí,
tienes razón, ¡qué casualidad!
Me ha encantado. Si me encuentro con anciano llamado Husarky te lo haré saber.
ResponderEliminarUn abrazo