sábado, 19 de mayo de 2012

El castillo de Nevsky

Prólogo:

Este relato forma parte de otra de las tareas que nuestra "profe" del taller literario nos encargó hace poco. En este caso se trataba de escribir un cuento siguiendo los esquemas clásicos y que , a ser posible, fuera fácil su transmisión oral. Me ha salido este cuento "gótico". Voilà.


Nadie recordaba un invierno con tanta nieve en Nevsky. El pueblo, incrustado entre roquedales, desnudó el luto de sus tejados y vistió de blanco durante varias semanas. El castillo, empeñado en perdurar, se desmoronaba poco a poco, habitado sólo por murciélagos, ratas y topos.

En una humilde pero confortable vivienda, el anciano, rayando la centena, se cubría el cuerpo con el calor de las llamas de la lumbre, mientras que los tres jóvenes, su nieto y dos amigos, permanecían sentados en el suelo, junto a él, observando cómo el humo huía por la chimenea en busca del aire frío del exterior.

-¡Abuelo! ¡Cuéntenos la historia del castillo! Dijo Mihai, el nieto, mientras guiñaba con complicidad a sus amigos.

El abuelo se frotó la nariz con los nudillos, limpiando las gotitas de un incipiente catarro y con voz trémula pero segura, comenzó su relato:

Este castillo, mis queridos imberbes, del que ahora sólo quedan sus ruinas, fue construido por el conde Vladimir I después de conquistar este territorio hace más de doscientos años, tras pasar a cuchillo a casi toda la población. Su esposa, una condesa valaca muy guapa, murió entre sus muros durante el parto de su primera y única hija. Cuando enviudó, Vladimir se encerró en la fortaleza y muy rara vez se le pudo ver en persona. De la misma manera, su hija, la condesita Meulina, que al parecer superaba en belleza a su madre, apenas se dejó contemplar fuera del fortín.

Dos veces al año, cabalgando sobre sobrios corceles, salían del castillo los esbirros del conde y recaudaban los tributos, bien en monedas de plata bien en objetos de valor, si no se disponía de dinero. Además, los campesinos eran obligados a transportar alimentos y parte del fruto de sus cosechas hasta el límite mismo de la enorme puerta levadiza, donde la servidumbre terminaba por acarrear todo hacia el interior.

Cuando Meulina cumplió 16 años, su padre organizó una fastuosa fiesta en su honor. Hizo engalanar los torreones con gallardetes y banderolas; las risas y la música rebosaban por los muros llenando el aire, leguas a la redonda. Entonces, Vladimir ordenó repartir entre sus súbditos unos exquisitos dulces desconocidos por los lugareños. 

Del pequeño destacamento que distribuía las golosinas, se adelantó un hombre a caballo, con mostacho y largas manos, llamado Mircea, convocando por la fuerza de su espada a todos los ciudadanos. Desenrolló un pergamino y con voz potente inició su lectura:

-¡Vecinos de Nevsky! ¡Prestad atención si no queréis acabar vuestros días como carroñas para las alimañas! ¡En nombre del conde Vladimir I el Victorioso, nuestro señor, Dios le proteja, dueño y valedor de todas estas tierras, hago saber que es su deseo invitar a los actos de celebración del aniversario de su hija Meulina, Dios le otorgue larga vida, a un joven de su edad con la condición de que no haya tenido aún contacto carnal con mujer alguna!

Varios muchachos se adelantaron ofreciéndose como voluntarios, pero el hombre del mostacho señaló con el dedo a uno de ellos, llamado Matei y lo hizo subir a la grupa de su caballo.
De Matei nunca más se tuvo noticia alguna. Se cuenta que, algún tiempo después, alguien vio, en otro pueblo, a un ciego que se le parecía.

Al año siguiente, el día del cumpleaños de la condesa, acaeció lo mismo. En esta ocasión, el miedo hizo que los jóvenes del pueblo se escondieran, pero el hombre del mostacho y sus huestes fueron casa por casa hasta que dieron con Dimitri, quien apenas estrenaba la pelusa de sus labios y al que sacaron a empellones. Dimitri fue alejándose a la grupa del caballo de Mircea, camino del castillo, no retornando jamás al pueblo.

Cuando Meulina cumplió 18 años, llegó el turno a otro adolescente que tras ser arrancado de su familia, amaneció muerto en el río, sin sus ojos. Año tras año se repetía esta secuencia de acontecimientos: Los jóvenes o bien desaparecían sin dejar rastro o aparecían, cegados, en los lugares más insospechados.

Pasaron más de ochenta años y nadie se atrevía a preguntar si el conde aún vivía, a pesar de que, de ser así, su edad debería aproximarse a los 130 años; pero sus órdenes aún se transmitían y sus secuaces seguían saliendo puntualmente del castillo para cobrar los tributos normales y el tributo especial del joven virgen para la condesita, la cual, si el tiempo pasa para todos por igual, rozaría ya el siglo”

      -Pero, queridos mozalbetes, dijo el abuelo cambiando el ritmo y tono de voz. Sucedió lo que os voy a contar. Pero antes, os advierto que no es nada agradable y si vuestros corazones no están preparados mejor será dejar el relato en este momento, esperar a que la noche transcurra y concluirlo a la luz del día.

       -¡No, no, abuelo! ¡Siga, siga! Gritaron a coro los tres muchachos.

Uno de esos años, una madre, temiendo que vinieran a por su hijo adolescente, simuló que el chico había quedado ciego a causa de una enfermedad. Aún así, el hombre del mostacho, por el que no parecía tampoco pasar el tiempo, lo escogió y aupándolo a la grupa del caballo lo transportó galopando hasta el castillo.

En un amplio aposento, el joven, aunque atemorizado, seguía fingiendo ser ciego. Un esbirro, no estando seguro de su ceguera, le quiso probar acercándole unas tenazas incandescentes hacia los ojos pero el falso ciego aguantó sin parpadear tras lo cual le creyeron.  A continuación, dos doncellas lo introdujeron desnudo en una tina con agua calentada al fuego y lo embadurnaron con perfumes y bálsamos. Una vez seco y vestido con una especie de batín de seda roja, le acompañaron hasta el dormitorio de la condesa Meulina. El joven, con el miedo escarbando su cuerpo, sin atreverse a entreabrir los ojos para ver la escena, notó como las doncellas le despojaban del batín. Entonces, osó mirar por una estrecha rendija abierta entre sus párpados y divisó en el lecho a la mujer más hermosa jamás vista. Su cabello era dorado como la corona de un rey; su tez blanca, de una palidez que invitaba a sonrojarla con caricias y tenía unos labios ansiosos y unos ojos brillantes como estrellas fugaces que se clavaron con apetito en el cuerpo del joven.

Las dos doncellas procedieron a retirar las sábanas de paño fino con embozo bordado de flores turquesas y en ese momento, cuando debía aparecer el cuerpo de la condesita, un amasijo de carne putrefacta trufada de ojos humanos, ocupaba su lugar. El joven vomitó y antes de que las doncellas dieran la voz de alarma al advertir que mentía acerca de su ceguera, saltó a través del ventanal cayendo entre los arbustos del jardín. Corriendo como un poseso hacia el pueblo, pudo escapar a los embates de la guardia del conde.Cuando se encontraba a una distancia prudencial, volvió la cabeza hacia el castillo percatándose de que había quedado ciego de verdad"


 -Ese día, en Nevsky, cualquiera pudo ver e incluso oler, la espesa humareda verdosa que se desprendía del castillo, el cual, desde entonces, como podéis comprobar, se encuentra abandonado y yo diría, maldito.

 -¡Abuelo! Y… ¡cómo se llamaba aquel joven!

             -Husarsky

             -¡Qué casualidad, abuelo, como usted!

          El abuelo, a tientas, agarró el jarro de lata y bebió un sorbo de vino rojo y ácido, chasqueando la lengua.

            -Sí, tienes razón, ¡qué casualidad!

1 comentario:

  1. Me ha encantado. Si me encuentro con anciano llamado Husarky te lo haré saber.

    Un abrazo

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