Los científicos de la NASA estaban seguros de que el esfuerzo económico valdría la pena. Ese pequeño objeto que brillaba en la superficie lunar, y detectado por los telescopios de última generación, llamaba poderosamente la atención por su aspecto y consistencia, lejos de los elementos estructurales que componían nuestro satélite. El Congreso americano dio vía libre al proyecto.
El robot, dirigido vía satélite se desplazó lentamente y englobó al objeto con su tenaza hasta ponerlo a disposición de los ultrasensores que se encargarían de determinar, a través de un potente programa informático, sus características.
Neil Armstrong, primer hombre que pisó la Luna, veía con cara de satisfacción la operación en la televisión, en su tranquila granja en Ohio, mientras devoraba una hamburguesa que a duras penas podía ya masticar. Mucho antes que los ultrasensores emitieran un diagnóstico, Armstrong, al ver el objeto con más detalles, exclamó:
¡Coño, mi mechero! ¡Anda que no lo he buscado yo por todas partes! Fue un regalo de mi padre y quiso que lo llevara yo en mi aventura lunar. ¡Se me debió caer cuando di uno de aquellos ridículos saltos!