El poeta contemplaba el mar y el atardecer sentado a horcajadas sobre una ridícula silla plegable que huía de su inestable equilibrio trabándose en la arena. Quería describir la escena soslayando el uso retórico de ese arsenal de tópicos tan presente en la poesía y para ello, garabateaba frases y más frases en un minúsculo bloc a cuadros, la mayoría de ellas ilegibles bajo un alud de tachones.
Su mirada se detuvo en una mollera peluda que, como una boya errante, undulaba con pereza en el agua y que se aproximaba a ritmo de acordeón hacia la costa, subiendo y bajando en cada embate de las olas. Una de ellas escupió en la playa el cuerpo inerte del ahogado, cuyas cuencas rellenas de caracolas denunciaban que prestó sus ojos al mar sin intereses.
El poeta, con el cadáver a un palmo, escribió:
"Y entonces, el océano, ese árbitro inflexible, detuvo el juego y expulsó al náufrago por infringir el reglamento"
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