sábado, 3 de agosto de 2013

Cinta con fin

El gimnasio cerraba a las once de la noche. Juan se encargó de recordárselo a un cliente que aún corría (se desplazaba mas bien) en una de las cintas sin fin. Le tocó un hombro y el hombre con la mirada perdida no contestó. Juan detuvo el aparato y no le sorprendió la extremada rigidez del cuerpo que permanecía de pie sin respirar y con un tinte de piel tornasolado. La primera vez que sucedió un episodio similar, el forense comentó que nunca vio antes una rigidez post-morten como aquella pero después de tantos casos ya se asumía que ese era el comportamiento de los cadáveres en ESA CINTA CON FIN. Lo más curioso es que hay siempre personas esperando que quede libre el aparato para caminar o correr por esa ruleta rusa andante.




jueves, 7 de marzo de 2013

Alicia estuvo allí

     En el plano no constaba ninguna corriente pero el rio estaba allí, limpio, transparente, aunque estático, sin discurrir, como una tira de agua dibujada. Su superficie estaba tapizada de un fina lámina de cristal a través de la cual podían verse peces de colores igualmente inmóviles, semejando el conjunto a uno de esos pisapapeles que deja traslucir los objetos en su interior. Empuñé una piedra y fracturé la piel cristalina que lo envolvía y, en ese momento, el rio comenzó a moverse en sentido opuesto a la gravedad hasta perderse ladera arriba. En su lugar, quedó un cauce seco que rápidamente se inundó de hierba fresca y de matorral sin dejar rastro alguno de su presencia. 

     Repasé el plano con detenimiento y reparé en una línea azul que evidenciaba la existencia de un rio pero aquélla aparecía y desaparecía de mi vista según la incidencia de los rayos del sol. Lo rompí en pedazos y continué caminando por un sendero que se iba desvaneciendo a medida que avanzaba.

domingo, 3 de marzo de 2013

Al otro lado

Lunes


Mientras escribo, oigo, detrás de mi mesa de trabajo, cómo se mueve la cortina que suelo tener descorrida para aprovechar al máximo la luz natural que entra por la ventana. Cuando giro la mirada, su desplazamiento de izquierda a derecha se detiene. Regreso a mi tarea y la cortina, poco a poco, termina por cerrarse sola. Atribuyo el hecho al aire, aunque compruebo que la ventana no está abierta.

Martes

Esta tarde vuelve el automático movimiento de la cortina que se desliza lentamente hasta que se corre por completo, siempre deteniéndose cuando la observo. Busco la explicación en la existencia de un cierto desnivel de la barra que la mantiene y que repercuta en su natural equilibrio. Pienso también en mi perro pero éste dormita en la habitación contigua.

Miércoles

Dejo la cortina totalmente descorrida y la anudo pero es inútil: se libera y con parsimonia busca el otro extremo, trasladándose a través de la barra y cesando su recorrido cuando fijo mis ojos en ella.

Jueves

La cortina persiste en su animado viaje lo que impide concentrarme en mi trabajo.

Viernes

He decidido no entrar en mi despacho. He dejado la cortina cerrada y al anochecer la espío con la puerta entreabierta. Tras dos largas horas de acecho, una mano huesuda empieza a descorrerla. Me abalanzo y una voz ronca y educada, que sale de detrás, me detiene en seco: "Buenas noches, que descanse! y seguidamente la mano vuelve a cerrar la cortina como si fuera el telón de un teatro cuya sesión acabara de concluir.

Han pasado casi dos semanas y es curioso pero, desde ese día, un sosiego se ha apoderado de mí y me he acostumbrado al tránsito de la cortina mientras trabajo de espaldas a ella.


jueves, 31 de enero de 2013

Una imperturbable levedad



(Ejercicio sobre extrañamiento literario)

         El dormitorio sigue arriba. Debo aminorar mis pasos si no quiero tropezar con el primer peldaño de la escalera, ese dominó gigante cuyas  fichas se encuentran apiladas de manera curiosa: una por encima de otra, cortadas a pico,  elevándose desde el suelo hasta la planta superior. Mi pie derecho siempre se adelanta y una vez demostrado su rango, permite al pie izquierdo que lo sobrepase pero enseguida vuelve a tomar el mando.

         Sé contar. De hecho acabo de guardar tres latas de paté y cinco hermosos tomates en la alacena ¡ah! y una docena de huevos en el frigorífico, de los cuales, por cierto, sólo quedan once ya que uno de ellos ha decidido dejar de ser huevo para convertirse en un espectro de tortilla. Pero se me resiste la aritmética cuando mi cuerpo se eleva por encima de mi estatura. Subo despacio, conteniendo la respiración y cuento: uno, dos, tres, cuatro…retrocedo e inicio el ascenso porque creo que mi pie derecho ha recorrido más de lo que le corresponde. A medida que escalo este doméstico zigurat, no dejo de observar unos mapas de territorios desconocidos entre el mármol; vetas verdes, sinuosas, irregulares, algunas casi vivas, como si el viento las desplazara, otras inmóviles, formando islas o continentes y que a veces concluyen de manera abrupta en el borde del escalón como si un cataclismo hubiera cortado a cuchillo el terreno.

         Debo empezar otra vez. Me he distraído con este atlas marmóreo y cuando me ha parecido ver la Antártida, he perdido la cuenta. Uno, dos, tres…mi pie izquierdo se ha sublevado y va por delante de su pareja. Me detengo. Doy marcha atrás dando los pasos de espalda y dejo que sea el pie derecho quien vuelva a abrir camino.

         La baranda es muy suave al tacto. La acaricio mientras subo y me turbo. Debe ser de madera noble. También contiene vetas pero éstas bajan como torrentes y se pierden en la planta inferior donde desaguan. Cuando contaba el peldaño catorce, la percepción de la baranda ha roto mi letanía numérica. Reinicio mi andadura.

         La luz, aunque secuestrada entre cristales, me permite ascender paso a paso, sin tropezar,  hasta el dormitorio. Digiero el aire en silencio hasta escuchar sólo mi respiración. Mi jadeo me asegura que la máquina de carne que soy progresa sin dejar atrás ningún fragmento de mi cuerpo.

         Entreabro la puerta y observo que la cama mantiene una forma rectangular perfecta. En la cabecera, la almohada se me ha adelantado y duerme a todo lo ancho. Entro sin hacer ruido, me desvisto y me dirijo al cuarto de baño. Abro el grifo situado a la derecha, bajo la regadera de la ducha y una lluvia caliente, como lava desbocada, me escalda la cara. Lo cierro y escojo la otra alternativa que me deja heladas las venas. Giro uno y otro grifo y por fin modulo la temperatura. Mi pie derecho tuerce el gesto cuando le aplico la manopla con la mano izquierda; mientras, el bote de gel arroja de manera espontánea esas pequeñas burbujas que se atascan en su garganta. Un cuerpo desnudo en un cuarto de baño es lo más parecido a un cadáver en una morgue. Se empaña el espejo y con mi dedo índice escribo la palabra “MORGUE”  y al lado dibujo un monigote que simula un cuerpo dormido ¿o muerto?

         Vuelvo al dormitorio. El cajón de la ropa interior está hinchado y protesta cuando tiro de las manillas. Debajo, otro cajón cerrado a cal y canto debe guardar más prendas, pero no sé si es el momento de comprobarlo. Una camisa de color ámbar destaca suspendida en una percha, marcando una intermitencia que indica que pronto se cerrarán o abrirán las puertas del armario. La ventana es de doble hoja; podría comportarse casi como una balconada desde donde dar un discurso;  creo que estaba abierta cuando entré en la alcoba pero no descarto que fuera yo quien la hiciera bostezar antes de ducharme.

         Me ajusto el pijama. Tiene una cifra impar de botones; uno de ellos no es original como el resto de compañeros de nácar, así que, si no lo tengo en cuenta, la cifra sería par. Ese botón intruso de hueso es muy consistente. Sus cuatro ojos se fijan firmemente al tejido a través de un hilo rojizo.

         Retiro el embozo y me acuesto. Oigo unos titubeantes pasos que suben por la escalera. Debo ser yo contando los peldaños. Me cubro con la sábana hasta la barbilla. Mis ojos escudriñan el volumen del dormitorio: un prisma que se va deformando hasta convertirse en un punto.

jueves, 17 de enero de 2013

Deriva

Se dejó ir a la deriva, vencido por unas olas espesas como babas; cuando su destino se presumía el profundo mar, divisó un carguero que se acercó lentamente hacia la lancha. Dos marineros lo izaron a bordo y un hombre con barba poblada, quizás el capitán, dio órdenes en un lenguaje para él desconocido y lo acomodaron en cubierta donde le suministraron agua y algunos alimentos.

Rendido y adormecido, lo despertaron unas voces,  observando cómo los tres hombres que lo rescataron se alejaban en su abandonada lancha. Intentó localizar algún otro tripulante pero pronto asumió que él era el único viajero en el barco. Una bandera extraña ondeaba con desgana, pareciendo dirigir un buque a la deriva.