En el plano no constaba ninguna corriente pero el rio estaba allí, limpio, transparente, aunque estático, sin discurrir, como una tira de agua dibujada. Su superficie estaba tapizada de un fina lámina de cristal a través de la cual podían verse peces de colores igualmente inmóviles, semejando el conjunto a uno de esos pisapapeles que deja traslucir los objetos en su interior. Empuñé una piedra y fracturé la piel cristalina que lo envolvía y, en ese momento, el rio comenzó a moverse en sentido opuesto a la gravedad hasta perderse ladera arriba. En su lugar, quedó un cauce seco que rápidamente se inundó de hierba fresca y de matorral sin dejar rastro alguno de su presencia.
Repasé el plano con detenimiento y reparé en una línea azul que evidenciaba la existencia de un rio pero aquélla aparecía y desaparecía de mi vista según la incidencia de los rayos del sol. Lo rompí en pedazos y continué caminando por un sendero que se iba desvaneciendo a medida que avanzaba.
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