(Ejercicio sobre extrañamiento literario)
El
dormitorio sigue arriba. Debo aminorar mis pasos si no quiero tropezar con el
primer peldaño de la escalera, ese dominó gigante cuyas fichas se encuentran apiladas de manera curiosa:
una por encima de otra, cortadas a pico, elevándose desde el suelo hasta la planta
superior. Mi pie derecho siempre se adelanta y una vez demostrado su rango, permite
al pie izquierdo que lo sobrepase pero enseguida vuelve a tomar el mando.
Sé
contar. De hecho acabo de guardar tres latas de paté y cinco hermosos tomates
en la alacena ¡ah! y una docena de huevos en el frigorífico, de los cuales, por
cierto, sólo quedan once ya que uno de ellos ha decidido dejar de ser huevo
para convertirse en un espectro de tortilla. Pero se me resiste la aritmética
cuando mi cuerpo se eleva por encima de mi estatura. Subo despacio, conteniendo la respiración y cuento: uno, dos, tres,
cuatro…retrocedo e inicio el ascenso porque creo que mi pie derecho ha
recorrido más de lo que le corresponde. A medida que escalo este doméstico zigurat,
no dejo de observar unos mapas de territorios desconocidos entre el mármol; vetas
verdes, sinuosas, irregulares, algunas casi vivas, como si el viento las
desplazara, otras inmóviles, formando islas o continentes y que a veces concluyen
de manera abrupta en el borde del escalón como si un cataclismo hubiera cortado
a cuchillo el terreno.
Debo
empezar otra vez. Me he distraído con este atlas marmóreo y cuando me ha
parecido ver la Antártida, he perdido la cuenta. Uno, dos, tres…mi pie
izquierdo se ha sublevado y va por delante de su pareja. Me detengo. Doy marcha
atrás dando los pasos de espalda y dejo que sea el pie derecho quien vuelva a
abrir camino.
La
baranda es muy suave al tacto. La acaricio mientras subo y me turbo. Debe ser
de madera noble. También contiene vetas pero éstas bajan como torrentes y se
pierden en la planta inferior donde desaguan. Cuando contaba el peldaño
catorce, la percepción de la baranda ha roto mi letanía numérica. Reinicio mi
andadura.
La
luz, aunque secuestrada entre cristales, me permite ascender paso a paso, sin
tropezar, hasta el dormitorio. Digiero
el aire en silencio hasta escuchar sólo mi respiración. Mi jadeo me asegura que
la máquina de carne que soy progresa sin dejar atrás ningún fragmento de mi
cuerpo.
Entreabro
la puerta y observo que la cama mantiene una forma rectangular perfecta. En la
cabecera, la almohada se me ha adelantado y duerme a todo lo ancho. Entro sin
hacer ruido, me desvisto y me dirijo al cuarto de baño. Abro el grifo situado a
la derecha, bajo la regadera de la ducha y una lluvia caliente, como lava
desbocada, me escalda la cara. Lo cierro y escojo la otra alternativa que me
deja heladas las venas. Giro uno y otro grifo y por fin modulo la temperatura.
Mi pie derecho tuerce el gesto cuando le aplico la manopla con la mano
izquierda; mientras, el bote de gel arroja de manera espontánea esas pequeñas
burbujas que se atascan en su garganta. Un cuerpo desnudo en un cuarto de baño
es lo más parecido a un cadáver en una morgue. Se empaña el espejo y con mi
dedo índice escribo la palabra “MORGUE”
y al lado dibujo un monigote que simula un cuerpo dormido ¿o muerto?
Vuelvo
al dormitorio. El cajón de la ropa interior está hinchado y protesta cuando
tiro de las manillas. Debajo, otro cajón cerrado a cal y canto debe guardar más
prendas, pero no sé si es el momento de comprobarlo. Una camisa de color ámbar
destaca suspendida en una percha, marcando una intermitencia que indica que
pronto se cerrarán o abrirán las puertas del armario. La ventana es de doble
hoja; podría comportarse casi como una balconada desde donde dar un
discurso; creo que estaba abierta cuando
entré en la alcoba pero no descarto que fuera yo quien la hiciera bostezar antes
de ducharme.
Me
ajusto el pijama. Tiene una cifra impar de botones; uno de ellos no es original
como el resto de compañeros de nácar, así que, si no lo tengo en cuenta, la
cifra sería par. Ese botón intruso de hueso es muy consistente. Sus cuatro ojos
se fijan firmemente al tejido a través de un hilo rojizo.
Retiro
el embozo y me acuesto. Oigo unos titubeantes pasos que suben por la escalera.
Debo ser yo contando los peldaños. Me cubro con la sábana hasta la barbilla.
Mis ojos escudriñan el volumen del dormitorio: un prisma que se va deformando
hasta convertirse en un punto.