Enrique
despertó a su bicicleta reposaba en un rincón y se dispuso a
recorrer los 50 km que le separaban del monte Aralán. Llaneaba sin
esfuerzo hasta que enfiló las cuestas que se retorcían sobre la
ladera, momento en el que aparecieron islas de sudor en su vieja
camiseta. En el último kilómetro, con un pronunciado desnivel, su
corazón era una batidora de sangre y sólo su amor propio le llevó
hasta la cima. Allí encontró a un viejo, sentado en una piedra, que
le saludó y le pidió algo de comer. Enrique, con una ostensible
capa de sudor, se interesó por aquel anciano que parecía
simplemente sobrevivir y entabló conversación, que enseguida
hilvanó el vagabundo, diciendo:
- Llevo aquí mucho tiempo, ¿sabe? Tanto que casi no lo recuerdo. Subí cuando aún era un niño y ya ve, después de tantos años me he hecho a esta montaña a la que ya considero mi casa. Vivo en una choza de troncos y ramas y no me falta comida pues este paraje me da todo lo que necesito: bayas, hierbas y algún que otro conejo que pueda cazar con mis trampas. Además, los excursionistas, como usted, me dan siempre algo que llevarme a la boca, incluso cerveza, que a mí me sabe a rastrojo, así que, paso las horas y los días y no echo nada en falta. También consigo tabaco y si no, me fabrico, ¿sabe?, un cigarro de matalauva. A veces rezo alguna oración que mi madre me enseño antes de dormir y ojeo revistas de colores que la gente deja abandonada, aunque no llegué a aprender a leer del todo…
- Pero…tendrá usted aún familia y bajará con frecuencia al pueblo, ¿no?, interrumpió Pedro.
- ¡Con frecuencia, dice! Ya le dije que ésta es mi casa y además, no me enseñaron a bajar. Me da pánico abandonar la montaña. Podría despeñarme. Me van fallando las piernas ¿sabe? y mi vista no alcanza ni un metro. Además, ¿qué se me ha perdido a mí en el pueblo? ¡Deje, deje! ¡De aquí no me mueve ni Dios! ¿Quiere que le haga una vara para que le ayude a caminar? Dedico buena parte de mi tiempo a pequeños trabajos que luego cambio por lo que quieran darme. Pero no piense que soy comerciante. No quiero dinero y eso que mucha gente es muy generosa y quieren recompensarme con monedas. Pero prefiero el trueque. El otro día me dieron una pastilla de jabón por un tirachinas. Cuando se tercia, ¿sabe?, me lavo en un pequeño manantial que hay aquí cerca, que para la mugre se necesita algo más que agua.
- Le pregunté antes por su familia. ¿No le echan de menos? ¿No vienen de vez en cuando a visitarlo?
- Por mi edad, ¿sabe?, estoy seguro que mi familia, la que recuerdo de mi infancia, ya estará criando malvas o, si queda alguno vivo, no creo que esté mejor que yo. No conocí a mi padre, que murió ahogado antes de nacer yo -esta frase la pronunció el viejo casi susurrando – y mi madre debió preguntar por mí cuando me dio por subir una tarde de enero a esta montaña y tardaba en regresar a casa. Pero, por aquellos tiempos, ¿sabe?, en el pueblo pasaban cosas tan raras que nadie, ni siquiera una madre, preguntaba los por qué.Fueron malos los primeros años aquí arriba. Era muy niño y, aunque nunca me dieron miedo los animales, por aquí merodean alimañas que de noche rascan el follaje y por entonces sí que se me ponía la piel de gallina. Lo que son las cosas, ahora ese ruido me da compañía.
Tras
un breve silencio, el viejo lió un cigarro, ofreciéndole uno a
Enrique, y sacó de un zurrón dos cucharones de corcho.
- ¡Le invito a un trago, amigo! Carmelo, el guarda forestal, me trae de vez en cuando unos cuartillos de vino. Mire, los cucharros, ¿sabe?, son mejores que los vasos. Se bebe el vino como si fuera sopa y te llega hasta las entrañas. Una vez, ¿sabe?, me pasé y estuve dormido casi un día entero. Se asustaron cuando me encontraron sobre el pie de un árbol, quisieron llevarme al médico del pueblo. Menos mal que desperté y de una coz conseguí quitar de en medio a los hombres que me agarraban por los brazos.
Enrique
abrió un pequeño recipiente de plástico y compartió con el viejo
un bocadillo de jamón York y una bebida energizante.
- No está malo, dijo el viejo, pero echo de menos el pan con tocino que mi madre me daba en la merienda. Una vez, ¿sabe?, me regalaron una cabra. ¡Pobrecita! Me acompañaba como un perrito y con su leche me alimentaba en los días crudos de invierno, cuando casi nadie sube por aquí. Murió despeñada en el barranco de Revientacabras. ¡Qué bien puesto está el nombre ese!
El
tiempo pasó con una rapidez inusitada para Enrique y en el momento
que decidió montar la bicicleta y despedirse del viejo, éste le
seguía describiendo su día a día en la cima del monte. Tras amagar
un adiós, abandonó de nuevo la montura, y dejándola sobre un
árbol, volvió a sentarse junto al viejo.
- Por cierto, llevamos un buen rato charlando y aún no sé como se llama.
- Llámeme Garrafo, ¿sabe?, así conocían a mi abuelo y a mi padre y así es como me llaman…y no me hable de usted. No tengo estudios y me suena raro.
- ¿Sabes? - Pedro se contagió de la coletilla de Garrafo-, también a mí me da miedo ahora bajar el monte. ¿Te importa si te hago compañía?
- Puede usted, si quiere, hasta quedarse esta noche en mi cabaña. Cabemos los dos de sobra. Es cuestión de hacer otro camastro de brezo.
- No me refiero a esta noche, Garrafo, sino para siempre. Enrique dio otro bocado al pan y se lo pasó al viejo. ¡Los de abajo pueden esperar hasta que se olviden de mí!
Garrafo
tomó una castaña del suelo y la mordió con unas paletas
ennegrecidas que asomaban entre unos labios curtidos por la libertad.