Mi
novia siempre se detenía en el escaparate de esa joyería. Miraba
con indisimuladas vetas de ilusión un anillo que brillaba con
especial fulgor entre un bosque de alhajas.
-Algún
día podré comprártelo, decía yo observando su carita de niña a
la que se la antoja un helado.
-¡Cariño!
¡Pero si cuesta casi medio millón de euros!
No
pude dormir esa noche. Aún no había amanecido cuando me dirigí a
ese cajón del armario donde yo sabía que yacía una polvorienta
pistola que perteneció a mi abuelo, que murió durante la guerra
civil. Mientras me hacía con ella, recordaba que mi padre, ante mi
reiterada curiosidad, me decía que el abuelo nunca la utilizó
porque para él, la vida humana era sagrada.
Entré
armado en la joyería. Tenía más miedo que el dependiente. Le
apunté y le conminé a que me diera el anillo. Hizo un movimiento
extraño y yo apreté el gatillo. Ante mi sorpresa, me ensordeció un
estampido y una bala atravesó la cabeza del desgraciado. Salí
corriendo con mi botín ¡Quien iba a pensar que la pistola aún
alojaba la muerte!
Esa
tarde, ante mí, ella mostraba orgullosa el anillo en su dedo anular.
-¡Tonto!
¿Por qué te has gastado tanto dinero! Te engañé con el precio
para que no lo compraras. Sé lo que representan para tí los 60
euros que te ha costado, ahora que estás en el paro. ¡Anda, dame el
ticket de compra! ¡Vamos a devolverlo!
Parte
de la historia que su padre nunca le confesó:
El abuelo guardó un bala para sí mismo en el caso de que los
fascistas le detuvieran, pero otra bala perdida acabó con su vida.
Un compañero guardó la pistola y se la dió a la familia como
recuerdo de un hombre que odiaba la muerte.